La lata de Pandora

Cuando mi abuelo Domingo murió, ayudé a mi abuela María y a mi madre a desarmar esa parte del ropero donde él guardaba sus cosas. Mi abuelo era un hombre complejo, callado, y para mí siempre había sido un gran enigma.

En su armario había desde revistas de historietas como Nippur de Lagash a frascos con tornillos… era muy bueno con sus manos y cuando éramos más pequeños llegó a construir juguetes completamente de madera, uno de mis favoritos era un hipopótamo hecho de una viga de un techo viejo con bolitas de cristal haciendo de ojos. Lo que más miedo le daba a mi madre eran los colmillos que tenía, hechos de tornillos oxidados.

En el fondo de ese armario, en el estante superior, dando contra el límite más profundo, descansaba oculta una lata de té de esas que estaban decoradas con la cacería del zorro. Inmediatamente fui a levantar esa tapa metálica que simulaba madera y me invadió el olor dulce del té negro. Estaba llena de papeles prolijamente doblados y había además un par de fotos: mi abuelo guardaba un tesoro.

¡Ese hombre de pocas palabras guardaba recuerdos! En alguna de esas pocas fotos se lo veía de uniforme de policía muy joven y sonriente, en otra junto a mi abuela en el día del casamiento. Lo curioso de la segunda foto era que parecía que estaban en un palacio hermoso, como si fuera el mismo Versalles; mirando con atención, podía observarse que era un fondo pintado provisto por el fotógrafo. Esa misma foto, en tamaño mucho más grande, coloreada y retocada a mano estuvo colgada en la galería de su casa toda mi infancia y adolescencia. En esta pequeña versión original podía verse el cartón tras la fantasía, era una verdadera instantánea.

Junto a esas fotos, una tercera que era un poco más inquietante: un grupo de hombres muy abrigados, todos muy parecidos entre si, llevando un féretro cubierto de flores en alto. Un par de mujeres lloraban llevándose pañuelos blancos a la cara, llevaban la cabeza cubierta. Entre todos ellos podía ver a mi abuelo mirando hacia adelante, imperturbable, sosteniendo el cajón con una mano. Esa foto en blanco y negro, protegida por una tarjeta nacarada que guardaba sus esquinas, no tenía nada escrito por detrás. Se la muestro a mi abuela, que sin siquiera animarse a agarrarla me dice que era el entierro del abuelo Antonio, mi bisabuelo el italiano. De inmediato comprendí que todos esos hombres iguales que sostenían el cajón en el aire eran sus hijos, todos los Casanova y quienes lloraban detrás de esos hombres eran las hijas y nueras de ese titán que se había cruzado el mundo. Al día de hoy, y mientras escribo estas más de dos décadas más tarde, puedo cerrar los ojos y ver esa foto como si fuera hoy.

Tan reservado era mi abuelo, tan poco se hablaba de sus raíces, que el primer papel que me animé a desdoblar me sorprendió por completo. Era un trozo de casi cartulina amarillenta, tan desgastada que tenía ya manchas anaranjadas que parecían de óxido. De un lado tenía anotaciones en una tinta azul marino y del otro unas coloridas estampillas de héroes nacionales italianos. Era el certificado de matrimonio de mi bisabuelo Antonio con su mujer en un pequeño pueblo de Italia junto al mar. Viendo las fechas de nacimiento incluidas en el certificado, se casaron muy muy jóvenes: mis bisabuelos habían sido pasionales y arriesgados. E italianos, muy italianos.

¿Por qué no se hablaba de Italia? En la vereda de enfrente vivía un italiano que había sido miembro de la legión extranjera versión italiana, de los mismísimos Bersaglieri, que no dejaba oportunidad, visita o cruce en la vereda para contar las hazañas vividas en África. Mi bisabuela Francisca, la madre de mi abuela María, había huido desde Barcelona con sus tres hijos durante la Guerra Civil Española y guardaba los fósforos usados mientras te miraba a los ojos diciéndote «quién no puede ahorrar ni un fósforo, no ahorra nada». Yo me enteré que los padres de mi abuelo habían venido de Italia huyendo del hambre, que Domingo había sido policía, todo después de muerto.

Hablando con el hermano de mi padre, que hizo las veces de guardián de la historia familiar, primer Doctor en física en Argentina dicho sea de paso, me cuenta que mi bisabuelo hablaba pestes de Italia. Antonio contaba que pasaban realmente hambre, que se había venido al otro lado del mundo cortando toda relación con esa familia que lo había traído al mundo. Varios Casanova habían probado fortuna «haciendo la América» pero sólo mi bisabuelo nunca volvió, y como era casi analfabeto jamás intentó sostener el vínculo, para él Italia estaba muerta.

Los padres de Domingo habían emigrado de Italia juntos. Él era el octavo hijo de un total de doce, todos nacidos en Argentina. Y el único de la familia que, harto de trabajar la tierra cuando era adolescente, decidió hacer carrera en la policía. Un problema en una pierna, un raro problema óseo llamado Enfermedad de Paget, lo había alejado de la fuerza en la década del cincuenta. De allí, paradójicamente, fue a trabajar a una fábrica de escaleras de madera hasta que los dolores le impidieron caminar sin bastón. Yo lo conocí usando bastón, y tenía unos cuántos, inclusive alguno hecho por él.

Mis abuelos Domingo y María vivían en la misma casa que Antonio había levantado con sus propias manos, y mi tío recorriendo la casa me mostró como los patios se fueron transformando en galerías, cómo las habitaciones se fueron sumando y dónde había escondites para latas y conservas «por si llegaba la guerra».

Tanto se respetaba a mi abuelo que nunca se habló de todo aquello mientras estuvo vivo, y ahora se abría «la lata de Pandora» y aparecían todos los hilos que conectaban a estos Casanova con una tierra de la que no sabíamos nada. No teníamos idea de qué había pasado con esa familia que había perdido un hijo y había creado en Argentina una tribu de cientos en sólo tres generaciones. Sí, Antonio y María Cristina tuvieron doce hijos; que en promedio tuvieron unos tres o cuatro descendientes cada uno; que tuvieron  dos o tres hijos y que ahora son padres y madres de otros tantos… de esos dos tórtolos emigrantes, que se reprodujeron como los gorriones liberados en el puerto de Buenos Aires, más de 200 Casanova pueblan hoy el mundo.

Yo quería saber más. Siempre quiero saber más.

Conectar con nuestro árbol, reconstruirlo, saber de dónde venimos, siempre que sea posible, es una fuente inagotable de «darse cuenta». La manzana nunca cae lejos del árbol: nos atraviesan las mismas cosas que traspasaron a esas generaciones anteriores. Estamos aquí resolviendo enigmas y preguntas que los otros esbozaron y no pudieron terminar de responder. Mirar la raíz nos hace entender la rama.

Desde la apertura de esa lata empecé a comprender que éramos parte de algo más grande, que esa conexión se había cortado de forma premeditada y que, probablemente, alguien estaría del otro lado esperando una carta que nunca llegó. Ese día me propuse saber qué había del otro lado, y empecé a sentir un poco de orgullo por mi apellido. Llamarme «Casanova» fue motivo de cientos de burlas cuando iba al colegio, pero ahora mis bisabuelos habían sido jóvenes y aventureros y habían cruzado el mundo. Tardé doce años en dar el siguiente paso, en escribir esa carta que nunca se envió. Aunque esa, por supuesto, es otra historia.

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