Cuando era chico, recuerdo a mi madre con esos dolores de cabeza que la alejaban de todo: llegaba a usar anteojos negros al más mínimo rayo de sol, vivía tomando ergotamina como solución parcial a esas jaquecas que parecían interminables.
Ella fue una de las primeras gerentes de sistemas mujer en Argentina, era un ambiente duro para una mujer con una inteligencia superior. Los fines de semana se refugiaba en el silencio de su habitación, con sus libros y con música lírica de fondo para evitar los ruidos que provenían de afuera.
Como quien entra en una iglesia, hacíamos silencio y caminábamos despacio sobre la alfombra de su habitación para acercarnos a la cama y pedir un beso o contar alguna historia del colegio. Éramos cuatro hermanos, yo el mayor. Todos varones. En esa casa todos intentábamos que ella se sintiera a gusto, y que pudiera relajarse.
Mi madre tuvo una vida muy afortunada para algunas cosas y muy compleja en otras… ahora que lo pienso ¿no es así la vida de todos?
Sus problemas de salud, desde que tengo memoria, fueron un desafío para participar en la vida familiar… cualquiera creería que era su devoción al trabajo, su excelente reputación «a pesar de ser mujer», en un ambiente tan machista… la verdad es que la vida familiar en mis recuerdos transcurría en esas tardes con ella viendo televisión en su cama, bordando tapices, haciendo rompecabezas y tratando de escuchar atentamente lo que queríamos compartir con ella…
La vida la dotó de una voz magnífica. Tenía voz de trueno, y a la vez su registro era de soprano lírica. Esas combinaciones que te ensordecen y que a la vez le permitían cantar de manera soberbia arias de Mozart.
Su salud con los años se hizo más frágil y sus temores a pasar dolor en público se hicieron aún más grandes y su salida decorosa fue el aislamiento, no soportaba mostrarse débil frente a los demás o tener que dar explicaciones al respecto.
Ella nos enseñó el amor por los libros, siempre animándonos a leer más, a buscar en la literatura el refugio que ella encontró en genios como Asimov, Cortázar o Agatha Christie. Su género fuerte era una mezcla de evasión con lógica y misterio…
Yo quería una madre que me cocinara, que fuera a las reuniones de la escuela, que me abrazara fuerte cada noche a llegar a casa, que leyera las composiciones que escribía, que guardase los dibujos que le hacía (aunque debo reconocer que algunos siempre conservó). Quería tener una madre como la que tenían mis amigos en el colegio, de esas que te hacían la merienda y te enseñan la tabla del siete. Todos tenían una madre así menos yo.
Es injusto pedirle eso a una madre que vive sumergida en el dolor crónico, creo que ahora lo comprendo mejor. Ella se esforzó por darnos un hogar en el que no faltara nada, en el que hubiera hasta clases de inglés e instrumentos musicales… ella se esforzó por ser todo lo libre que mi abuela no había podido ser. La familia de mi madre es una larga historia de mujeres frustradas y mi madre apostó por ser la primera generación que vencía esa terrible profecía. Y tuvo un enorme precio para ella: su salud.
Mi madre aprendió a ser dura, a empujar, a salir adelante a pesar de todo… y por eso nunca se cayó un «te amo» de sus labios. Su forma de dar amor era trabajar doce horas por día y que tuviéramos una pileta en el fondo de casa, que por suerte en algún momento ella también empezó a disfrutar.
Con los años, después de tanto no acertar, le encontraron un raro tipo de epilepsia que explicaba esas migrañas impresionantes: eran pequeños ataques. Cuando finalmente supieron cómo controlar esos dolores y el terrible estado físico y mental en los que te sume el dolor interminable ella ya tenía 70 años y su cuerpo lleno las marcas de quien ha vivido más dolor del que el cuerpo soporta íntegro.
Cuando yo vivía en España, recibía en mi casa durante los veranos a niños que venían de los campamentos de refugiados del Sahara Occidental, un triángulo yermo entre Marruecos, Argelia y Mauritania… Estos pequeños venían a Madrid a pasar el verano, que en el Sahara llegaba a más de 55 grados; aprendían español, recibían atención médica y conocían el mundo más allá de las tiendas de campaña de la Cruz Roja y las casas hechas de ladrillos de barro.
Después de haber pasado un día en el mar haciendo paseos juntos en kayak, me lastimo una mano con un remo y unos caracoles en la orilla. Mohamed, que tendría entonces unos siete años, y eran sus primeras vacaciones en la playa, me vio profundamente perturbado y se acercó a darme un abrazo y me dijo: «Nigbik Ibgala» (te quiero mucho, en hasania). Recuerdo haberlo abrazado muy fuerte, a punto tal que quienes pasaban junto a nosotros en la arena creían que quien se había lastimado era el niño.
Así fue que primero aprendí a poder decirlo cómodamente en un dialecto del árabe, luego en italiano al visitar a mi familia en mi pueblo natal (otra historia, quizá otro día) y luego hasta en catalán y por que no en inglés… Me tomó un tiempo largo porque llegué a decirlo más fácil en noruego que en castellano: «te amo». Y cada vez que lo digo imagino a mi madre finalmente pudiendo decirlo, y me veo a mi mismo sanando ese trauma de la niñez, sanando hacia adelante, siendo yo aquel que ella no pudo ser.
Cada uno ama como puede, como fue amado… nosotros sanamos desde donde nuestros padres han sido heridos, somos parte de esa Consciencia en expansión. No podemos modificar el pasado, si podemos hacer nuestro presente y nuestro futuro distinto.
En octubre pasado, el día que pude ir hasta el baño por mi propio pie, después de la operación y aún con los vendajes en mi nuca, la barba afeitada por pedido del médico, aún con la vía puesta y el suero y la medicación goteando… Me miré en el espejo y me sonreí. Pensé en Mohamed, en mi madre, en la enorme cicatriz que tenía en la nuca, en la pelota de golf que me habían sacado de la cabeza y me dije: «Nigbik Ibgala» y me dispuse a ir lentamente hacia la habitación con una sensación de duda en el estómago. Volví sobre mis pasos y mirándome a los ojos en ese mismo espejo me dije hasta en voz alta: «te amo, gracias».
Que el amor pase siempre a través del dolor, para sanar hacia adelante.
Me emociona tu narrativa, conocerte aún más cuando te leo, gracias Lucas, hermoso decir y aún más bello sentir…
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Gracias amiga hermosa! Te abrazo!
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¡Gracias!
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A vos!!
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LUCAS te leo y me siento» tu»y me impulsa a seguir expandiendo mi consciencia desde mi dolor.! Gracias x acompañarme.!!
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No estás sola, nadie lo está… la separación es una ilusión. Te abrazo!
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Lucas! siempre me emociona hasta las lágrimas leerte, tocás mi corazón con tus palabras y das luz a mi mente
gracias gracias gracias!
un abrazo,desde Argentina hasta allá
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Nos abrazamos fuerte, gracias de corazón por resonar conmigo! Me honra que abra puertas, te abrazo!
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Lucas querido
Empecé a seguirte y estoy maravillada con tu historia. Me encanta como escribís, cantas y compartís. Aprendo y asimilo tu experiencia y enseñanza. Gracias!!!
Te quiero y extraño!!
Lili
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Gracias Lili! Me alegra tanto! Voy camino al libro. Gracias a vos por acompañarme! Espero verte en Buenos Aires en marzo! Un abrazo enorme para vos y tus hermanas!
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